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Al margen de lo común

A MI MADRE
Por: Daniela C Mireles.



Se dice que en los tiempo pasados los baúles con joyas o morocotas se encontraban en el fondo de las sabanas o en los patios de las casas y que el afortunado en desterrar las riquezas miraría una luz brillante que le mostraría el lugar, pero que para que el difunto le diera completa posesión de sus tesoros tenía que ofrecerle rezos para el descanso de su alma y si no lo hacía pues también andaría cuidando las riquezas ajenas.

Tenían que haberla conocido, se sentaba y solo con la mirada lo ordenaba todo, mirada perdida, mirada tardía, penetrante, como si te abriera el alma, como si un gran ojo te observara. Tenías que haberla conocido, recuerdo el día de la llegada de papá, no dijo palabra alguna a pesar del tiempo alejado de casa y me regañabas con tu mirada de latigazo partiéndome el alma de la duda, de la confusión, te dije que podría ser peligroso pero tu insistías con tu mirada recalcitrante que quemaba, tu insistías que eran insensateces mías, esa manía tuya de buscar cosas desde aquella vez en la playa, tus ojos se quedaron fijos en el caracol,  te preguntabas si podía darte respuestas de la vida, te lo dije pero tu insistías con la mirada. Recuerdo la primera vez, siendo todavía una niña, era el día de las animas, la tarde cayó como un relámpago, mi sorpresa ver la redondez de las arepas que salían de tus manos y la tuya, ver los números que salían en ellas para jugarlos en el azar, después de comer me enviabas a la casona, sigo recordándola, sus inmensas puertas que llegaban al cielo, sus ventanales confidentes, silenciosos de amoríos y serenatas, El zaguán que nos decía los pasos infinitos que tenía la vida al traspasarlo. Aparecía la doña, su pelo desteñido por el tiempo dejaba ver una solitaria sonrisa maternal, -toma el tobo ve al tras patio y le das de comer a las gallinas- decía, era inmenso, yo entraba al gallinero, metía las manos en el tobo y comenzaba a regar el maíz, sin darme cuenta todas las gallinas comenzaban a rodearme, en el fondo la flama aparecía y se movía de una esquina a otra del traspatio, se me sumergían los vellos poco a poco, colocaba el tobo en el suelo, sentía una pesadez en las pantaletas pues me orinaba, salía del gallinero y me iba corriendo hacia adentro, te lo conté y no me hiciste caso, no volví a la casona.

Siendo adulta insistías con tu mirada que volviera, decías que el miedo que sentía cuando pequeña era circunstancial, que me daría valor, las penas se aliviarían. Regrese, Al llegar al traspatio, aparecía la flama, te lo conté de nuevo, en el fondo, de una esquina a otra se movía, te entusiasmaste, me dijiste que era un entierro, que donde detuviera la flama estaba el baúl repleto de dinero y tu mirada se hizo insistente, -desentiérralo, desentiérralo-, esa palabra todavía truena como fogonozo en mi memoria, -a la media noche, tiene que ser a la media noche, ya eres mayor de edad no hay nada que te lo impida- tome el valor por asalto, comencé a sacarlo, los brazos y las manos buscaban un segundo aire por el cansancio pero seguía apartando la tierra como si le arrancara una parte al mundo, brazada y brazada, la transpiración era un rio desahuciado, seguí hasta que por fin apareció, el baúl semejaba olores y colores atractivos, me ayudaste a levantarlo, nos dirigimos a la casa, nadie nos vio, lo colocamos en la mesa y te dispusiste a abrirlo, un resplandor nos cegó por momentos, habían tantas monedas de oro que alcanzaban para saciar toda la avaricia del mundo, tus ojos brillaron por un instante como nunca en la vida, pero se te olvido algo, madre, las misas: había que hacer las misas al difunto, - para que las misas con tanto dinero no era necesario- decías,  ahora ando de traspatio en traspatio con esa flama que me quema esperando que alguien haga las mías…

A mi madre, con amor.

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